Amor capital - Karmele Jaio

Un funeral atípico, con muchas viudas: tu esposa, sentada en la primera fila, y las que la miramos por detrás, pensando que ese sitio realmente nos corresponde a nosotras.

Puede que no sea la única que siente que en este funeral hay más de una viuda, pero pocas imaginarán que podemos ser incluso más de dos. Yo tampoco he pensado en ello antes de entrar en esta iglesia, pero veo aquí a estas mujeres y me digo: claro, míralas. No hay más que percibir los rostros de dolor y los llantos contenidos de algunas de ellas para que se me revelen como por arte divino todos tus secretos, tus amores actuales y pasados, tu curriculum vitae del deseo. Y, de repente, visualizo claramente lo que había tras tus desapariciones repentinas en los últimos meses de nuestra relación, tus constantes chequeos al móvil y, sobre todo, tras aquellas palabras de hielo con las que huiste de mi vida hace un año: «Mejor lo dejamos aquí».

Y todo se me ha revuelto. Como si se hubiese activado algún interruptor dentro de mí, se han encendido en mi cabeza las imágenes de nuestros primeros encuentros, el día en que nos conocimos, la comida en el restaurante, el primer beso que nos dimos en tu coche, los libros que te regalé, las risas mientras te recitaba al oído un poema de Cortázar los dos desnudos sobre el colchón, nuestros cuerpos sudorosos necesitándose el uno al otro, mis manos tirándote del pelo mientras me besabas y lamías mi cuerpo de los pies a la cabeza...

Aquel hombre despertaba en mí algo primitivo, un instinto sexual con olor a tierra, un calor que hacía mucho no sentía.

Te amé a corazón abierto. Demasiado abierto, quizá. Sin defensas. Sin trinchera. Qué loca. Y arrasaste con todo, como un antibiótico que entra en tu cuerpo y se come la flora intestinal. Esa ha debido de ser tu forma de amar a las mujeres durante todos estos años, siempre de manera intensa, pero fugaz. Amar con pasión y, seguidamente, quedarte seco. Amar con prisa por levantarte de la cama. No sé si llegaste a saber lo que es amar sin secarte seguidamente. No aprendiste que los amores pueden crecer, que a veces solo hace falta parar un instante y escucharlos con atención. Tú, tan experimentado en el amor, hay un mundo entero que no has conocido. Que no te has atrevido a explorar.

No te has quedado siquiera a escuchar.

Me dijiste: «Mejor lo dejamos aquí». Aquí, ¿dónde? ¿Donde estás tú o donde estoy yo? Debí habértelo preguntado, porque estábamos en dos lugares muy diferentes. Yo entrando aún y tú saliendo ya, como metidos en una puerta giratoria. Quizá ni siquiera llegaste a entrar nunca del todo. Estuvimos en posiciones distintas desde el principio, siempre, incluso antes de conocernos, seguramente desde que me pusieron unos pendientes cuando nací, pero esa es una historia muy larga de contar y hay que escucharla sin prejuicios.

—Si no tienes a quién contárselo, estás muerta —dice Laia—. Es muy peligroso enamorarte cuando estás sola, cuando no tienes amigas. A mí me ocurrió. Llegó el día en el que no tenía a quien contarle mis miserias.

—Y no olvidéis nunca esto: el amor puede ser ciego, pero las amigas no.