Los impotentes - Nicolás Giacobone

Desde que el hombre de la ambulancia le entregó aquel diminuto bollo de pan, no hizo más que cuidarlo. No es su culpa que haya terminado siendo un vago, un desganado, una persona completamente desprovista de pasión.

Emilia le dio todas las facilidades. Se ofreció a abrirle cualquier puerta que deseara. Pero Pan no parecía desear que le abrieran ninguna puerta. No parecía desear nada en particular, más allá de pasar el día mirando tele, pensando qué desayunar/almorzar, y luego qué cenar, qué nueva serie empezar a ver, comprando artículos por internet de los que no tardaba en aburrirse.

La única actividad que lo obsesionó un tiempo largo fue el sexo. Los días posteriores a que Emilia se metiese en su cama por primera vez (el regalo de quince), Pan empezó a mirarla con la idea fija. Una simple mirada era suficiente para que ella dejase de tipear o soltase el libro que estaba leyendo. Pero con el correr de los años Pan fue olvidándose de mirarla. Al cumplir los treinta (o antes) perdió el interés en tener sexo con Emilia. Ella supuso que se trataba de un enfriamiento natural, consecuencia de tantos años juntos, de tanta repetición, por lo que decidió no hacer más que esperarlo, dejarlo ser. Pero tras cinco meses de castidad (meses en los que destruyó todo lo que iba plasmando en los cuadernos y la laptop), se vio forzada a enfrentarlo, a preguntarle cuál era el problema.

La vida es en general simple. Alfonso nunca entendió a la gente que se obstina en complicarla, los que viven afirmando lo complicada que es, como si buscaran invocar esa complicación, como si no tuviese sentido una vida simple. Las únicas complicaciones reales son burocráticas: las reglas que hacen a este juego que inventaron porque al parecer a la mayoría de la gente la aterra vivir en la simpleza.

No hay que tomarse la vida tan a la tremenda. Todos carecen de algo que los define. Los ciegos, sordos y mudos también se tiran pedos, disfrutan de instantes de felicidad y mojan vainillas en leche.