Canción de despedida - Elisenda Hernández Janés

Andábamos aceleradas entre risas y conversaciones entrecortadas. Estábamos las cuatro: Gloria, Lucía, Marga y yo. Nos sentíamos libres y mayores, pero solo teníamos quince años. Los ojos nos brillaban, nuestras voces agitadas se perdían entre el rumor de los coches y el suave murmullo de la primavera. En pocos minutos íbamos a ver actuar a nuestro grupo favorito. Era nuestro primer concierto y la primera vez que atravesábamos juntas el bullicio nocturno de Barcelona.

... en ese momento las penas parecían muy lejanas y el futuro era una feliz promesa en el horizonte que íbamos a descubrir juntas, unidas por un vínculo que por entonces creíamos que jamás se rompería. La primavera terminaría y más tarde llegaría el verano, y el otoño, y tras el invierno, los atardeceres de lluvia de una nueva primavera. Los días se sucederían sin tregua y nuevas gentes llegarían a nuestras vidas, pero de algo estábamos convencidas: por mucho tiempo que pasara, nosotras seríamos amigas para siempre.

Marga siempre fue impulsiva, irracional, un punto excéntrica. Cuando desapareció de nuestras vidas, poco después de cumplir 24 años, pasamos meses tratando de localizarla. Jamás contestó a ninguna de nuestras llamadas. Todos nuestros emails y mensajes quedaron sin responder. Contactamos con sus amigos de trabajo, con conocidos en común: nadie sabía nada. Hasta que, preocupadas por su paradero, la buscamos en casa de sus padres. Nos abrió la puerta su madre, con la que hasta entonces habíamos tenido buena relación pero que esa tarde nos recibió con frialdad. Como si no nos reconociera, o aún peor, como si nos responsabilizara de alguna afrenta que desconocíamos. La mujer se mostró tan arisca como contundente: Marga estaba perfectamente, pero no quería ser encontrada. Que dejáramos de buscarla y nos olvidáramos de ella. Nos cerró la puerta en las narices, literalmente.

A mí me hacía mucha ilusión escaparnos las tres como en los viejos tiempos, pero ellas se comportaban como si ese viaje fuera una carga más que un aliciente, como si ni siquiera guardaran tan buen recuerdo de los viajes pasados, plagados de anécdotas...

No pudimos acercarnos al Teide todo lo que teníamos previsto porque el atardecer se adivinaba en el horizonte y no quisimos arriesgarnos a perdérnoslo en el coche; tuvimos suerte, ya que el mirador en el que nos acomodamos tenía unas vistas brutales y no estaba demasiado concurrido, el sol resplandecía al fondo, a la derecha del volcán, con esa lejana estela anaranjada que se metía en los ojos al tiempo que bajaba, y bajaba, y su contemplación era como un chute de tranquilidad en vena, como fijar la mirada en un fuego irremediablemente destinado a apagarse, como entregarse a todo aquello que no se podía controlar, dejarlo todo en manos del futuro, dejarse arrastrar por la vida y la muerte, el principio y el final.

Las cosas habían cambiado desde entonces, no había duda. Tras muertes, nacimientos, enfermedades, recuperaciones, amores y desengaños, la vida se veía desde un prisma más realista, menos ingenuo. Ahora no había certezas sobre amistades imperecederas, tampoco la promesa inmaculada del futuro por estrenar. Pero las posibilidades seguían amontonándose al girar la esquina y las estaciones cambiarían el color del cielo según cambiaran las temperaturas. Y nosotras estábamos vivas en esa vida en la que todo era impredecible y nada estaba escrito.