Las despedidas - Jacobo Bergareche

Cuál era la última vez que Claudia y él habían tenido un encuentro sexual. Del último que se acordaba era el de aquel fin de semana que celebraron el ascenso de Claudia yéndose a Londres, allá por el puente de mayo, hacía ya casi tres meses. Tenía la certeza de que habían follado alguna vez desde entonces, pero no tenía un episodio concreto que pudiera evocar, una imagen que le devolviera algo de ese momento íntimo y sin embargo sabía que debían de haber follado al menos otras dos veces desde el fin de semana en Londres, y lo sabía porque el uno de enero tuvieron una conversación algo amarga en que él fijó una cuota de mínimos: ella dijo que la cosa va por ciclos, que todo lo de la obra de la casa de Menorca la estaba estresando y él dijo que lo comprendía, pero que había que tratar de hacerlo al menos una vez al mes.

...en su mente empezaba a alumbrarse el interior de aquella furgoneta con la luz de aquel amanecer, una luz aún tibia y anaranjada a esa hora temprana, que se filtraba por las telas estampadas que hacían de cortinas e iba avanzando lentamente sobre el cuerpo desnudo de aquella mujer que dormía plácidamente a su lado, con un brazo extendido que a cada rato buscaba su mano a ciegas, cuando al fin la encontraba se agarraba un rato a ella y poco después volvía a rendirse al sueño y su mano se desprendía. Los tatuajes del vientre y la espalda, que apenas entrevió la noche anterior, empezaron a hacerse nítidos y él los observaba detenidamente como quien llega hasta el último párrafo de un artículo. Una hora más tarde ella abriría esos dos ojos distintos, y antes de que él pudiera decirle buenos días aquella mujer le taparía la boca, se llevaría un dedo a los labios para comunicarle por gestos que no hablara y después cogería un cuaderno y un bolígrafo, y escribiría: Esto es un juego, no podemos hablar hasta dentro de una hora. Él sonreiría, y haría un círculo con el pulgar y el índice para decir que aceptaba el juego.

Ella caminó hacia él, sin dejar de mirarlo intensamente, le abrazó con fuerza, se apretó a su cuerpo en silencio, sin decir más, sin prisa alguna por soltarse. Diego la abrazó de vuelta, sintió los dedos de ella hundiéndose en su espalda, él hundió los suyos en la espalda de ella, la notó mucho más flaca, sintió huesos donde antes había carne, qué le había pasado, se había deshecho. Olió su pelo, su cuerpo, y entonces sí, allí fue ella otra vez, y todos los abrazos que ella le había dado acudieron a ese instante, y se acordó del último, cuando se despidieron pensando que jamás se volverían a ver. Pensó que seguramente no había llorado desde aquella despedida, se daba cuenta ahora. Las despedidas tienen que ser cortas, le decía ella entonces, y las bienvenidas largas.

En realidad no se trata de un narrador omnisciente, porque solo tiene acceso a la cabeza de uno de los personajes. En cierta manera, Diego es el narrador; vemos el mundo desde su punto de vista, pero también desde fuera, y a veces se mezcla todo: el vaivén de sus recuerdos, las anticipaciones que hace del futuro, las simulaciones…