Noche. Sueño. Muerte. Las estrellas. - Joyce Carol Oates

Con una voz hermosamente modulada, Hugo se puso de pie y recitó «Una noche clara», de «vuestro poeta más grande, Walt Whitman»:

—Esta es tu hora, oh, alma, vuelas libre hacia donde no hay palabras, / te alejas de libros, del arte, el día borrado, la lección aprendida, / y emerges, pletórica, silente, observadora, ponderando los temas que más amas. / Noche, sueño, muerte y las estrellas.

Pero aparecerá, una decena de veces al día, ¡el coche del marido en la entrada!

Espera que entre por la puerta de la cocina. Jess, cariño, ¡ya estoy en casa!

Como si —(sonríe al recordarlo)— ella no supiera que su marido había llegado a casa. O que era él, Whitey, quien había llegado a casa.

¡Treinta y siete años! Es como asomarse por el borde de una gran sima intentando distinguir hasta el lecho del Gran Cañón, hasta el inicio de los tiempos.

Euforia, felicidad. Por norma, corría a darle la bienvenida, aunque estuviera arriba, en la otra punta de la casa, corría a darle la bienvenida y se saludaban con un beso.

(Pero ¿qué han dicho? Todo perdido).

En vez de eso, lo que oye es su corazón martilleando como —¿qué?— una vieja y deslucida pelota de tenis que rebota por ahí, sin dirección clara… en el silencio de la casa que sabe a éter.

¡Egoísta que eres, mujer! Piensa en la felicidad que has tenido, ¿te imaginabas que sería para siempre?

Qué insensata eres.

Muy quieta, la viuda permanece de pie, transida. No exactamente paralizada —más bien aturdida, lastrada—, como un maniquí que ha perdido las extremidades inferiores, pero (aún) no ha caído.

Oye la voz de Whitey que (claro) no es la voz de Whitey, sino la de un desconocido que se dirige a ella con calma, con desprecio.