Como si fuera un río - Shelley Read

Imaginaos un pueblo silencioso, olvidado, descomponiéndose en el fondo de un lago que en otro tiempo fue un río. Quizá os preguntéis si las alegrías y las penas de un lugar desaparecen a medida que las aguas ascienden y se lo tragan, pero yo os aseguro que no. Los paisajes de nuestra juventud nos crean, y los llevamos dentro de nosotros, clasificados según lo que nos dieron y lo que nos robaron, grabados para siempre en la persona en la que nos convertimos.

Hasta ese momento, aquel día de otoño había sido tan insulso como las gachas de avena y los huevos fritos que les había servido a los hombres para desayunar. No había notado nada inusual mientras me ocupaba de la casa y de los dóciles animales de los corrales, recogía dos cestos de melocotones tardíos en la fría mañana y hacía mi reparto diario tirando del desvencijado carro que llevaba enganchado a la bicicleta, para luego regresar a casa a preparar la comida. Pero ahora comprendo que, bajo la aparente normalidad, lo excepcional siempre está al acecho, como el mundo profundo y misterioso que se oculta bajo la superficie del mar.

Los ojos del desconocido eran oscuros y brillantes como las alas de un cuervo. Y bondadosos; eso es lo que mejor recuerdo de sus ojos, desde aquella primera ojeada hasta la última e intensa mirada: emanaban una dulzura que parecía brotar de lo más hondo de su ser y derramarse como el agua de un manantial rebosante.

Por mucho que intentemos convencernos de lo contrario, no podemos escoger el momento de nuestra transformación como si escogiéramos el melocotón más maduro y apetitoso de una rama. En el incesante tropezar que nos lleva hacia nosotros mismos, cosechamos lo que nos dan.

Yo había sido una buena chica. Siempre había sido obediente, amable y respetuosa con mis mayores. Había estudiado la Biblia. Recolectaba melocotones y los metía en los cestos como si aquellos frutos estuvieran hechos de frágil cristal. Mantenía la casa limpia, las barrigas llenas, la ropa lavada y doblada, la granja cuidada. No hacía demasiadas preguntas, nunca dejaba que me oyeran llorar. Me las apañé yo sola para salir adelante en ausencia de mi madre. Hasta que un buen día me crucé con un forastero desaliñado en la esquina de North Laura y Main Street y me enamoré. Del mismo modo que una sola tormenta puede erosionar las orillas de un río y cambiar su curso, un único suceso en la vida de una muchacha puede borrar de golpe cuanto había sido hasta entonces.

Existe un tipo de tristeza que trasciende la tristeza, que corre como el jarabe caliente y penetra en todos los resquicios de tu ser, empezando por el corazón y derramándose luego por todas tus células y tu torrente sanguíneo, hasta que nada, ni la tierra, ni el cielo, ni siquiera la palma de tu propia mano vuelve a ser como antes. Es una tristeza que lo cambia todo.

Sí, Zelda tenía razón al decir que yo, igual que mi melocotonar, había resistido en un suelo nuevo; las circunstancias me habían arrancado de raíz, pero había encontrado el modo de seguir adelante. Pero también había titubeado y caído, había perdido la seguridad y me había dejado aplastar por el miedo en innumerables ocasiones. Había aprendido que la fuerza era como el suelo de aquel bosque, lleno de restos, construido a partir de pequeños triunfos y de infinitos fracasos, de horas de sol seguidas de tormentas repentinas que lo trastocaban todo. Somos todos iguales, aunque sólo sea por la hermosa y terrible forma de crecer, paso a paso, de manera impredecible, cayendo, brotando de los escombros, alzándonos de nuevo y confiando en que todo saldrá bien.