El verano que lo derritió todo - Tiffany McDaniel

Yo tenía trece años cuando todo pasó. Una edad en la que me vi sobrepasado y transformado por la vida como no me había ocurrido antes. Hace mucho que no tengo trece años. Si fuese de los que todavía celebran los cumpleaños, ahora tendría ochenta y cuatro llamas parpadeando sobre la tarta, sobre esta vida y su terrible genio, su inevitable tragedia, su verano de dientes que se abrieron y devoraron el pequeño universo que llamábamos Breathed, Ohio.

El calor llegó con el diablo. Era el verano de 1984, y mientras que el diablo había sido invitado, el calor no. En realidad, era de esperar que llegase. Al fin y al cabo, el calor es el nombre del diablo, ¿y cuándo fue la última vez que saliste de casa sin el tuyo?

Era un calor que no solo derritió las cosas tangibles como el hielo, el chocolate o los helados. También derritió todas las cosas intangibles. El miedo, la fe, la ira y esas guías tan fiables del sentido común. Pero además derritió vidas y dejó a su paso un futuro que enterrar con la tierra de la pala del enterrador.

—Nunca he tenido cuernos. Eso siempre ha sido una invención para adornar mi historia y para impedirme ser algo que no sea una bestia.

—Bueno, ¿y qué hay de las alas? Una vez fuiste un ángel, ¿no? Las alas no pueden ser un simple adorno de la historia. Venga, ¿dónde están tus alas, Lucifer?

—Cuando caí, mis alas se marchitaron como unas rosas olvidadas en un jarrón. La desgracia de tener la espalda desnuda es seguir viviendo después de haber volado, estar en lo más bajo y no subir nunca más.

Todos corríamos un alto riesgo. Aquel calor provocaba palpitaciones, fiebres, cosas de las que uno no se podía librar. Era un extractor perfecto de dolor y frustración, de ira y quebranto. Lo sacaba todo a la superficie y lo expulsaba a través del sudor.

Elohim tuvo la inteligencia de celebrar las reuniones en el bosque, donde no había ventiladores, ni aire acondicionado, ni forma de aliviar o escapar del calor. El calor era su socio. Era lo que conectaba las palabras de él con el sudor de ellos, el horno de él con el derretimiento de ellos.

Ese color unió a Elohim y a su grupo. Era el color de su diablo, y necesitaban que tuviese un color para poder volver a encontrarlo.

Elohim se convirtió en el hombre al que todos acudían porque amplificaba sus tragedias y, con ello, ponía de manifiesto su desesperación por ser escuchados y por tener relevancia. Para ellos, él era el individuo que iba a darles la oportunidad de intervenir en lo que antes parecía que escapaba a su control. Elohim les ponía la venganza a su alcance, y le ayudaban el calor y el propio Sal, que tenía el color adecuado, dispuesto a hacerse llamar diablo.