Sin filtros - Paloma Bravo

La madre de Elena sufre siempre, todo el rato, porque el mundo no es como ella había aprendido, porque la felicidad de su hija no es la que ella imaginó; porque no la reconoce, no la entiende y no la aprueba.

Teresa, además, no podía ejercer de madre, no podía cuidar, no podía dar. Una vida entera de entrega: a su carrera, a sus alumnos, a su marido, a la cultura, a sus hijos, al compromiso… ¿Y ahora? Ahora estaba vacía. Viuda.

La madre de Sofía nunca pide, nunca llama. Con una coherencia extrema, quería que su hija fuera libre y se había borrado como primera carga. Aunque esa exigencia de libertad total… ¿No es también un lastre?

La adolescencia consiste en dar infinitas vueltas alrededor de un yo pegajoso y confuso. A veces a Ana le gustaría no volver a casa. O poder escaparse de vez en cuando a tomar aire. Como cuando todavía se hacían viajes de trabajo largos y ella desaparecía feliz, obligada y satisfecha, porque eran noches de hotel y descanso, noches en una cama a la que no se subía nadie de madrugada, noches completas en una habitación a la que no llegaban esos gritos de «¡Mamiiiii…!» que no diferencian entre la gravedad y el capricho.

La vida es mucho más que la maternidad, pero… ¿cabe ese más?

«¿Qué es mi vida ahora? Maternidad y pena; hijez y trabajo; miedo y natación. Ni ligereza ni gaitas. Quiero reírme, quiero llenarme, quiero dejar de dar…».

Hace unos años, en un congreso, Jorge tuvo un lío. Su lío se quedó embarazada y Jorge, por alguna crisis que Elena no había previsto ni intuido, que quizá no tenía nada que ver con ella, quiso tener ese hijo. Se separaron compartiendo abogada (Sofía, claro) y dejaron de compartir todo lo demás: las series, las vacaciones, el piso y el tablero de ajedrez que les habían regalado al casarse.

De eso va la amistad: de hacer y de estar; de llamar, quedar, escuchar, hablar, acompañar, compartir, hacer reír, dejar llorar…

Imprescindibles y latosas, nutrientes e insaciables. Las madres nos entregamos intentando dejar espacio al crecimiento, estar sin imponer, proteger sin agobiar, cuidar sin irritar. Las madres tratamos de no esperar y no exigir, de no condicionar, y, luego, mucho más tarde, cuando ya apenas podemos vivir, envejecemos sin morirnos. Envejecemos sin elegancia, con nuestras neuras y nuestras ansias, con nuestra incapacidad para acertar en las respuestas, para entender los silencios, para callarnos a tiempo, para no molestar en ningún caso.

Las madres no somos narradores omniscientes: somos falibles y asfixiantes, necesarias y sobrantes. Somos imperfectas, somos aspirantes, somos puro esfuerzo. Somos todo lo buenas que podemos. Y la mayor parte de las veces nada de eso es suficiente.

«¡La edad es un estado de ánimo!», exclaman las tazas buenrrollistas y las entrenadoras virtuales que se han reproducido en YouTube.

La edad es, también, una losa, un prejuicio, una mierda.

Los listos edadistas y los algoritmos sesgados entran en LinkedIn a ver en qué año acabaste la carrera y hacen el cálculo. A cierta edad te conviertes en incontratable y/o en despedible. A cierta edad, afirman esos decisores, eres matemática y biológicamente prescindible.

La edad, sin embargo, es irrelevante. Lo relevante es el talento, la actitud, la curiosidad, la energía, las ganas, la generosidad. Lo relevante es la capacidad de escuchar, de construir, de aprender, de compartir y de hacer.

Queremos surfear sin caernos nunca de la tabla, queremos tomar todas las decisiones a pesar de que la vida son mareas, calmas y tormentas que obedecen sus propios ritmos, indomables, maravillosos, horrendos…